El hombre (y la mujer por supuesto) es un ser social. Esto implica que necesita relacionarse con otros seres de su especie. Nacemos totalmente dependientes, primero de nuestra madre que nos alimenta y nos protege, y de nuestra familia, el núcleo de supervivencia de la especie.
A lo largo de nuestra vida el grado de dependencia va cambiando, en la niñez dependemos todavía de nuestros familiares cercanos - padres, hermanos, abuelos, tios, primos - pero nos vamos creando nuevas relaciones y nuevas dependencias, son los amigos.
Esos amigos (u otros nuevos) son los que marcan nuestra adolescencia, esa etapa "tan maravillosa" en la que nos rebelamos contra el mundo y contra todos los que en él habitan excepto el clan. Odiamos a nuestros progenitores porque representan todo lo que de caduco hay en la vida, y solamente nos interesan nuestras necesidades más inmediatas, nuestro ahora.
En la juventud nos olvidamos de todos y nos dedicamos a "forjarnos un futuro", estudiamos o trabajamos para conseguir algunas de nuestras metas. Olvidamos a los amigos y nos volcamos en nuestra pareja. Nos planteamos tener o no tener hijos. Y poco a poco recorremos el camino que la vida nos depara.
Gracias al tiempo todas esas fases pasan y volvemos a retomar relaciones olvidadas, afectos perdidos o enterrados, y nos encontramos en mitad de la vida rodeados de complicadas situaciones que nos incumben en mayor o menor medida, que nos afectan más o menos según quien sea el protagonista, y que hacen que la vida sea a veces tan jodida que parece que nos va a estallar en la cara, y otras veces creemos reventar de gozo con la mayor de las tonterías.
El caso es que cuando uno cree que ya está todo más o menos apañado se vuelve a sorprender, aparece un nuevo factor en la ecuación que desencadena una reacción que nos bambolea desde los cimientos, que casi nos hace perder el equilibrio. Y descubrimos que somos capaces de doblarnos como un junco en el arrollo, y que no hay nada imposible, y que es mejor intentarlo e intentarlo que darse por vencido.
Que hay que hablar para poder llegar a conocer al que tienes al lado, y que escuchando a veces se oyen cosas importantes.
A lo largo de nuestra vida el grado de dependencia va cambiando, en la niñez dependemos todavía de nuestros familiares cercanos - padres, hermanos, abuelos, tios, primos - pero nos vamos creando nuevas relaciones y nuevas dependencias, son los amigos.
Esos amigos (u otros nuevos) son los que marcan nuestra adolescencia, esa etapa "tan maravillosa" en la que nos rebelamos contra el mundo y contra todos los que en él habitan excepto el clan. Odiamos a nuestros progenitores porque representan todo lo que de caduco hay en la vida, y solamente nos interesan nuestras necesidades más inmediatas, nuestro ahora.
En la juventud nos olvidamos de todos y nos dedicamos a "forjarnos un futuro", estudiamos o trabajamos para conseguir algunas de nuestras metas. Olvidamos a los amigos y nos volcamos en nuestra pareja. Nos planteamos tener o no tener hijos. Y poco a poco recorremos el camino que la vida nos depara.
Gracias al tiempo todas esas fases pasan y volvemos a retomar relaciones olvidadas, afectos perdidos o enterrados, y nos encontramos en mitad de la vida rodeados de complicadas situaciones que nos incumben en mayor o menor medida, que nos afectan más o menos según quien sea el protagonista, y que hacen que la vida sea a veces tan jodida que parece que nos va a estallar en la cara, y otras veces creemos reventar de gozo con la mayor de las tonterías.
El caso es que cuando uno cree que ya está todo más o menos apañado se vuelve a sorprender, aparece un nuevo factor en la ecuación que desencadena una reacción que nos bambolea desde los cimientos, que casi nos hace perder el equilibrio. Y descubrimos que somos capaces de doblarnos como un junco en el arrollo, y que no hay nada imposible, y que es mejor intentarlo e intentarlo que darse por vencido.
Que hay que hablar para poder llegar a conocer al que tienes al lado, y que escuchando a veces se oyen cosas importantes.
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